Escritora Española.
Era una tarde lluviosa y Pedrito estaba en casa de sus abuelos. Su abuelo estaba durmiendo una siesta muy larga. La abuela estaba cosiendo frente a la tele, y Pedrito ya se había cansado de leer, y de pintar, y de jugar con su consola. No sabía qué más hacer y se aburría, se aburría y se aburría mirando las gotas de lluvia en la ventana.
La abuela, cansada de oírlo gruñir y quejarse continuamente de la lluvia, le dijo que subiera al desván, que estaba lleno de cosas viejas y que igual encontraba algo con lo que divertirse.
Pedrito no se lo pensó dos veces. Subió corriendo las escaleras recordando todas las cosas que había visto aquella vez que ayudó al abuelo a hacer limpieza en el desván: arcones llenos de ropa antigua, misteriosas cajas cerradas, sillas desvencijadas, animales disecados, figuritas desportilladas, un montón de cosas para revolver…
Y a revolver se puso en cuanto llegó. Abrió arcones y cajas, movió sillas y desordenó ropas y papeles. Y cuando más entretenido estaba… ¡Bum! Un golpe muy fuerte le hizo dar un salto.
El golpe había sonado detrás de las cajas y Pedrito, despacito, se acercó a ver qué era.
- ¿Qué podrá ser? – Pensaba - ¿Un ratón? Nunca había visto ratones en casa de los abuelos… ¿Una cucaracha gigante? No, esas cosas sólo existían en las películas… ¿Un duende despistado? No, los duendes sólo estaban en los cuentos.
No, no era nada de eso lo que había provocado el golpe. Lo que Pedrito encontró tras las cajas fue un montón de juguetes: un camión de madera rojo, un caballo de cartón, una muñeca de trapo, un cochecito de bebé, una peonza, una comba, una pelota amarilla y alguna cosa más… Los juguetes se veían viejos y estropeados pero eso no le importó a Pedrito que jugó con ellos durante el resto de la lluviosa tarde.
Horas más tarde, camino de casa, Pedrito le contó a su papá lo de los juguetes y su papá le dijo que lo más probable es que fueran de sus abuelos, que seguramente ni recordaban que estaban ahí y que igual les hacía ilusión volver a verlos.
De repente, Pedrito, que llevaba varios días pensando en qué podía regalar a sus abuelos para su aniversario, tuvo una idea fantástica: reparar aquellos juguetes para ellos. Y le preguntó a su papá si le ayudaría a sacarlos a escondidas de casa de los abuelos y luego a pintarlos y arreglarlos. A su papá le pareció una gran idea y, dicho y hecho, el siguiente día que fueron a ver a los abuelos sacaron los juguetes sin que ellos se enteraran y los llevaron a casa.
Durante días y días Pedrito y su papá trabajaron pintando, y cosiendo, y atornillando, y golpeando y, en fin, arreglando los juguetes y dejándolos tan bonitos como recién comprados. Durante aquellos días, el niño vio en los ojos de su padre un extraño brillo, una pequeña luz que salía de sus ojos, pero pensó que eran imaginaciones suyas y no dijo nada.
Tras unas semanas de trabajo, por fin, acabaron de arreglar los juguetes, los envolvieron en un precioso papel de regalo y su papá le ayudó a transportarlos hasta la casa de sus abuelos y a meterlos dentro antes de marcharse a trabajar.
Cuando los abuelos comenzaron a desempaquetar los juguetes, sus ojos se llenaron de luz. Una sonrisa les llenó la cara y una pequeña y brillante lágrima comenzó a rodar primero, por la mejilla de la abuela y luego, por la mejilla del abuelo.
Y aquellas dos pequeñas lágrimas se fueron haciendo cada vez más y más brillantes. Tan brillantes que, durante un momento, Pedrito no pudo ver nada.
El niño no supo qué estaba ocurriendo hasta que, por fin, el resplandor desapareció y, en lugar de encontrarse con las caras llenas de arrugas de sus abuelos, se encontró con una niña que mecía una muñeca en sus brazos y un niño montado en el caballo de cartón.
Era tanta la felicidad que sus abuelos habían sentido al ver sus antiguos juguetes y era tanta la felicidad que los juguetes habían sentido al estar de nuevo con sus dueños que se creó una nube de magia lo suficientemente poderosa como para devolverles a la niñez.
Y aquella tarde, la casa de sus abuelos estuvo llena de risas y gritos y canciones infantiles. Y la magia duró hasta que llegó la hora de guardar los juguetes porque su papá estaba a punto de llegar. En ese momento, sus abuelos volvieron a ser adultos pero no les importó porque sabían que, cada vez que sacaran aquellos juguetes para jugar con Pedrito, la magia volvería a producirse y volverían a ser niños.
Y sus abuelos le dieron las gracias a Pedrito por hacerles el regalo más bello de su vida.
De esta forma aprendió Pedrito que todos los juguetes tienen algo de magia.
Y aprendió también que, si se fijaba bien en los ojos de los adultos podía ver, allá en el fondo, un niño (o una niña) que lo saludaban con la mano y le sonreían.
Y que era cuestión de encontrar la magia adecuada para sacar a esos niños del interior de los adultos.
Y cuando Pedrito se hizo mayor, siempre que se sentía un poco triste, usaba esa magia para transformarse en niño y jugar y ver la vida con ojos infantiles y recuperar la ilusión, la fantasía y las risas.
Fin