jueves, 21 de abril de 2011

ERNESTO NO PUEDE

Había un pequeño saltamontes llamado Ernesto que caminaba
por el jardín... Sí, sí, caminaba; todavía no saltaba porque no lo
había intentado nunca.
Ernesto no intentaba hacer nunca nada.
Cuando alguien le decía que hiciera esto o aquello, siempre respondía lo mismo:
—¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo!
Cuando su mamá saltamontes le pedía ayuda para buscar algo, Ernesto le decía:
—¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo!
Ernesto sólo se alimentaba de alguna hierba amarga que había en el suelo. Cuando papá saltamontes le decía que le acompañara para comer unas suculentas hojas tiernas, Ernesto volvía a decir lo mismo:
—¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo!
Cuando sus amigos jugaban en el jardín y le preguntaban: —Ernesto, ¿juegas con nosotros?
Ernesto contestaba como siempre y como tantas y tantas veces:
—¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo!
Y así siempre... Un día llovió y el jardín quedó mojado. Las mariquitas, las hormigas, los gusanos, las mariposas y los demás animalitos también se mojaron. Para secarse, todos se subieron a las hojas más altas de las plantas, más cerca del sol. Bueno, todos no. Ernesto se había quedado abajo, empapado por el agua de la lluvia. Sus amigos le animaban para que subiera.
—¡Ernesto, sube a esta hoja para secarte!
Pero Ernesto respondía como siempre:
—¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo!
Sus amigos insistían:
—¡Pero sube, no te das cuenta que te vas a constipar!
Ernesto repetía pesaroso:
—¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo!
Sus amigos no dejaban de animarle: —Nosotros hemos trepado con mucho esfuerzo, pero tú sólo tienes que saltar.
Ernesto, como siempre, ni siquiera lo intentó. Se
marchó llorando mientras los demás seguían
tumbados al sol.
—¡Buaaa!... ¡Buaaa! —lloraba Ernesto.
Florindo, el duende del jardín, escuchó su llanto y se acercó.
—¡Hola! ¿Por qué lloras? ¿Cómo te llamas? — le preguntó.
—Me llamo Ernesto y lloro porque no estoy arriba con los demás secándome al sol —contestó
Ernesto.
—¿Y por qué no estás arriba? ¿Te has caído? —volvió a preguntar Florindo.
—No, no he subido... —le dijo Ernesto.
—¿Y por qué no subes y dejas de llorar?
Entonces Ernesto pronunció esa frase que todos estaban acostumbrados a oírle:
—¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo!
Florindo, cuando la escuchó, se quedó tan extrañado que se le rizaron los bigotes. Sonriendo,
le volvió a preguntar: —¿Por qué no puedes? ¿Acaso lo has intentado?
Ernesto, con un poco de vergüenza, le dijo en voz bajita:
—No... no lo he intentado, yo nunca intento nada.
—¿Es que nadie te ha enseñado que todo requiere su tiempo, que las cosas se van aprendiendo
poco a poco, y que lo único que tenemos que hacer es intentarlo todas las veces que haga falta? —le dijo Floriendo—. ¡Venga, inténtalo! ¡Vamos!
—No sé... Quizás tengas razón, pero... Bueno, está bien,... ¡voy a intentarlo!
Ernesto lo intentó, ante la atenta mirada de Florindo. Encogió las patas traseras y... ¡uuuuuupa!
Dio un salto. Por primera vez dio un salto, pero no consiguió llegar ni siquiera a las hojas que
estaban más abajo. Entonces Ernesto dijo otra vez:
—¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo!
Rápidamente, Florindo le replicó:
—¿Qué te dije? ¿Acaso no lo recuerdas? Nadie nace sabiéndolo todo. ¡Venga, inténtalo de nuevo!
Ernesto volvió a encoger sus patitas traseras, rápidamente las estiró y... ¡uuuuuupaaaa! ... Había
sido un salto más largo que el primero, pero tampoco llegó donde quería. Antes de que abriera la
boca para quejarse, Florindo le dijo:
—¿A que adivino lo que me ibas a decir?... ¡Es que no sé!... ¡Es que no puedo! ¿No has visto que el salto ha sido más grande que el primero? Pues cuanto más saltos realices, más alto llegarás.
Además, si al saltar despliegas tus alas (porque sí... ¡los saltamontes también tienen alas!) tus saltos serán mayores.
Ernesto hizo caso al duende y estuvo saltando y saltando... una y otra vez..., hasta que por fin en uno de esos intentos...
—¡Yuuuujuuuu! ¡Florindo, mira, lo he conseguido!
Ernesto había llegado a las hojas más altas.
Todos los demás animalitos le aplaudieron, unos con sus patitas y otros con sus antenas.
Cuando Ernesto iba a ponerse al sol para secarse, se dio cuenta de que con tantos saltos se
había secado. Bajó dando otro salto y siguió saltando y saltando,... Y dicen que sigue y sigue saltando sin parar, de planta en planta, de hoja en hoja, de flor en flor y de jardín en jardín.


Ángel Ortiz Sanz

jueves, 14 de abril de 2011

Margarita.


Rubén Darío a Margarita Debayle

Margarita está linda la mar,
y el viento,
lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar;
tu acento:
Margarita, te voy a contar
un cuento:

Esto era un rey que tenía
un palacio de diamantes,
una tienda hecha de día
y un rebaño de elefantes,
un kiosko de malaquita,
un gran manto de tisú,
y una gentil princesita,
tan bonita,
Margarita,
tan bonita, como tú.

Una tarde, la princesa
vio una estrella aparecer;
la princesa era traviesa
y la quiso ir a coger.

La quería para hacerla
decorar un prendedor,
con un verso y una perla
y una pluma y una flor.

Las princesas primorosas
se parecen mucho a ti:
cortan lirios, cortan rosas,
cortan astros. Son así.

Pues se fue la niña bella,
bajo el cielo y sobre el mar,
a cortar la blanca estrella
que la hacía suspirar.

Y siguió camino arriba,
por la luna y más allá;
más lo malo es que ella iba
sin permiso de papá.

Cuando estuvo ya de vuelta
de los parques del Señor,
se miraba toda envuelta
en un dulce resplandor.

Y el rey dijo: «¿Qué te has hecho?
te he buscado y no te hallé;
y ¿qué tienes en el pecho
que encendido se te ve?».

La princesa no mentía.
Y así, dijo la verdad:
«Fui a cortar la estrella mía
a la azul inmensidad».

Y el rey clama: «¿No te he dicho
que el azul no hay que cortar?.
¡Qué locura!, ¡Qué capricho!...
El Señor se va a enojar».

Y ella dice: «No hubo intento;
yo me fui no sé por qué.
Por las olas por el viento
fui a la estrella y la corté».

Y el papá dice enojado:
«Un castigo has de tener:
vuelve al cielo y lo robado
vas ahora a devolver».

La princesa se entristece
por su dulce flor de luz,
cuando entonces aparece
sonriendo el Buen Jesús.

Y así dice: «En mis campiñas
esa rosa le ofrecí;
son mis flores de las niñas
que al soñar piensan en mí».

Viste el rey pompas brillantes,
y luego hace desfilar
cuatrocientos elefantes
a la orilla de la mar.

La princesita está bella,
pues ya tiene el prendedor
en que lucen, con la estrella,
verso, perla, pluma y flor.

* * *

Margarita, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar:
tu aliento.

Ya que lejos de mí vas a estar,
guarda, niña, un gentil pensamiento
al que un día te quiso contar
un cuento.


Rubén Darío

jueves, 7 de abril de 2011

La piedra en el camino.

Cuento para reflexionar

La piedra en el camino

Había una vez en España un hombre muy rico que habitaba un gran castillo cerca de una aldea. Quería mucho a sus vecinos pobres, y siempre estaba ideando medios de protegerlos, ayudarlos y mejorar su condición.
Plantaba árboles, hacía obras de importancia, organizaba y pagaba fiestas populares, y en las
Pascuas daba tantos regalos a los niños de la vecindad como a sus propios hijos.

Pero aquella pobre gente no amaba el trabajo, y esto los hacía ser esclavos de la miseria.

Un día el dueño del castillo se levantó muy temprano, colocó una gran piedra en el camino de la aldea, y se escondió cerca de allí para ver lo que ocurría al pasar la gente.

Poco después pasó por allí un hombre con una vaca. Gruñó al ver la piedra, pero no la tocó. Prefirió dar un rodeo, y siguió después su camino. Pasó otro hombre tras el primero, e hizo lo mismo. Después siguieron otros y otros. Todos mostraban disgusto al ver el obstáculo, y algunos tropezaban con él; pero ninguno lo removió.

Por fin, cerca ya del anochecer, pasó por allí un muchacho, hijo del molinero. Era trabajador, y estaba cansado a causa de las faenas de todo el día.

Al ver la piedra dijo para sí:

–La noche va a ser obscura, y algún vecino se va a lastimar contra esa piedra. Es bueno quitarla de ahí. Y en seguida empezó a trabajar para quitarla.
Pesaba mucho, pero el muchacho empujó, tiró y se esforzó para hacerla rodar hasta quitarla de en medio.
Entonces vió con sorpresa que debajo de la gran piedra había un saco lleno de monedas de oro. El
saco tenía un letrero que decía: «Este oro es para el que quite la piedra.»

El muchacho se fué contentísimo con su tesoro, y el hombre rico volvió también a su castillo, gozoso de haber encontrado a un hombre de provecho, que no huía de los trabajos difíciles.